Apertura del proceso de canonización de Monseñor Lissón

por | Sep 16, 2003 | Congregación de la Misión | 0 comentarios

MONSEÑOR EMILIO LISSÓN, OBISPO DE LA CONGREGACIÓN DE LA MISIÓN Y TESTIGO EJEMPLAR DE VIDA MISIONERA, HACIA LOS ALTARES

El próximo día 20 de septiembre, sábado, tendrá lugar en la catedral de Valencia apertura del proceso de canonización de Monseñor Lissón, a petición de la Congregación de la Misión así como muchos fieles y obispos de la Iglesia de Perú y de la Iglesia de Valencia. Se trata de una causa de particular interés para la Familia vicenciana y para la Iglesia universal. Es un obispo que bajo el solideo episcopal guardó siempre viva su condición de misionero de San Vicente de Paúl y su carácter evangelizador.

Mons. Juan Francisco Emilio Trinidad Lissón Chaves nació en Argentina (Perú) el 24 de mayo de 1872 y fue bautizado el 26 de Mayo del mismo año. Siendo todavía un niño murió su padre y su madre fue todo para él, juntamente con su abuela materna. De ellas recibió una excelente educación cristiana. En 1884, con sólo 12 años, ingresó en el Seminario de la Congregación de la Misión en Arequipa y en 1892 ingresa en el Noviciado de la Congregación de la Misión en París. A los 22 años emite los votos mientras prosigue sus estudios de Teología en la capital francesa. El 8 de junio de 1895 es ordenado sacerdote en la misma ciudad con dispensa canónica de edad. El mismo año es destinado a Arequipa como profesor del Seminario compartiendo este ministerio con la formación del clero y la atención espiritual a las Hijas de la Caridad.

Durante sus años de formación destacó por su sentido de responsabilidad, fidelidad a las Reglas propias de la Congregación, elevada inteligencia y afición al estudio, manifestando capacidad destacada para el aprendizaje de idiomas. Llegó a dominar el francés, inglés, italiano, latín y griego. Además realizó estudios de Ciencias naturales y Jurisprudencia en la Universidad de Arequipa. En 1907 es nombrado superior y director del Seminario de Trujillo, misión que desempeñó hasta 1909 en que es nombrado obispo de la extensa diócesis de Chachapoyas por el Papa San Pío X. Tenía 37 años.

Fue consagrado obispo el 19 de septiembre de 1909. Recorrió los caminos y montañas de su diócesis a caballo, poniendo a disposición de los pobres su saber, talento y preparación con una entrega incondicional. Las líneas de su acción pastoral se centran en la formación de los sacerdotes, la educación y catequesis de los niños, promoción de los pobres del campo y de la selva así como la predicación evangélica entre los indios nativos. Reconstruyó el Seminario y la Catedral, instaló luz eléctrica en la capital y preocupado por la promoción de los nativos estableció cooperativas, talleres de mecánica, una imprenta, un aserradero, una carpintería y un molino de arroz con almacén.

Fundó un periódico, un Colegio menor con residencia para chicos y llevó a buen término cuatro sínodos diocesanos, todo ello entre los años 1909 y 1918. El Papa Benedicto XV le nombró Arzobispo de Lima el 25 de febrero de 1918. En su primera carta pastoral del 20 de julio de 1918 expone las líneas de acción. En coherencia con su fe y vocación pastoral mantiene y perfecciona las desarrolladas en Chachapoyas. Estableció cuatro seminarios menores nuevos además de los que había, escribió un devocionario para sacerdotes, un catecismo para el pueblo sencillo y fundó un periódico cristiano con el nombre de Tradición. Convocó y celebró varios sínodos, algunas Asambleas y el Concilio Límense.

En enero de 1931, por razones que no justificadas, se le pide que renuncie al Arzobispado de Lima y se traslade a Roma. Acepta la petición que se le hace de parte del Sr. Nuncio y presenta su renuncia como acto de obediencia. A partir de entonces, se suceden las incomprensiones, la pobreza, soledad y abandono hasta de sus colaboradores más íntimos. Se vio obligado a trabajar de cicerone para pagar el importe de su residencia en Roma (1931-1940) en la Casa Internacional de la Congregación de la Misión, a la vez que realizó otras actividades pastorales como atención espiritual a varias comunidades religiosas. Durante su estancia en Roma conoció al Padre salesiano Marcelino Olaechea en las catacumbas de San Calisto, con el que entabló una profunda amistad.

Al estallar la segunda guerra mundial, se pone a salvo y viene a España invitado por D. Marcelino Olaechea, entonces obispo de Pamplona. Desde allí recorrió pueblos y ciudades ejerciendo su ministerio de pastor y misionero, al servicio de los obispos de la Iglesia española de aquellos momentos. Y en esta tierra nuestra de España, vivió su destierro y refugio como un verdadero santo, cuya fama de virtud fue creciendo de día en día. En España (1940-1961) se pone al servicio de la Iglesia, de la Congregación de la Misión y de la Conferencia de Metropolitanos españoles. Administró el orden sacerdotal a varios centenares de misioneros paúles, alentó y estimuló la vitalidad apostólica y la formación de los miembros de las asociaciones de la Familia vicenciana y guardó siempre honda estima hacia su Congregación.

En lagunas diócesis españolas dejó huella de su celo misionero y de su virtud heroica. Realizó visitas pastorales y administró el sacramento de la confirmación en muchos pueblos, como colaborador del obispo titular de Sevilla o del de Valencia, o bien, como sustituto en las diócesis vacantes Teruel, Badajoz, Murcia, Albacete, Alicante o Jaén… Su actividad pastoral estuvo marcada siempre por la hondura de su vida teologal y su amor a los pobres como fiel hijo de San Vicente. En Sevilla las gentes más sencillas le llamaban “el obispo de los pobres” y cuantos le conocieron destacan su fe, confianza en Dios y austeridad en la practica de la pobreza.

Pasó sus últimos años, de 1948 á 1961, en Valencia, junto a Monseñor Olaechea haciendo el bien en la acción apostólica que le fue encomendada como visitas pastorales, animación cristiana de asociaciones laicales, seguimiento de procesos de causas de martirio, actos de culto litúrgico, reuniones, etc. Igualmente valoradas fueron sus horas de oración en el silencio del retiro, sus reflexiones teológicas o sus tiempos prolongados en el rezo del Rosario, cuenta tras cuenta. En estos años su fama de santidad fue creciendo y propagándose. Muchas personas percibieron y valoraron el eco de su virtud, hasta tal punto, que cuando los misioneros paúles quisieron trasladarle a Madrid para poder atenderle en la enfermería, D. Marcelino Olaechea contesto: “Mientras yo viva, Monseñor Lissón no saldrá ni vivo ni muerto. Su presencia entre nosotros es una bendición de Dios para la diócesis”. Y en Valencia le llegó la muerte el 24 de diciembre de 1961. Su cuerpo fue enterrado en la catedral donde se conservó incorrupto durante treinta años. En 1991 a petición del Primado de Lima y otros obispos peruanos, sus restos fueron trasladados a la catedral de Lima, donde se conservan y veneran actualmente

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