Twenty-Fourth Sunday in Ordinary Time, Year B-2012

From VincentWiki
For many conduct themselves as enemies of the cross of Christ (Phil. 3:18—NABRE)

It can be said, I think, that Peter honors Jesus with his lips but his heart is far from the Lord. He accurately confesses with his mouth that Jesus is the Messiah. But the apostle’s reaction to the prediction of the paschal mystery shows that such confession clearly falls short of the faith Jesus wants his followers to have. The confessor does not have any speech impediment that needs removing. But yes, his ears have to be opened, since they cannot bear yet the proclamation that the authentic Messiah is the Suffering Servant that the prophet Isaiah announced.

On the day we were baptized, we Catholics today were already told by Jesus, in the person of his minister, “Ephphatha” [1]. Moreover, we receive much instruction from Christ who still proclaims his Gospel in the sacred liturgy [2]. There is no reason, then, for disagreement to exist between what we profess with our mouth and what we believe in our heart. There is no reason either for the command that we tell no one about Jesus’ being the Messiah for fear that he may easily be mistaken for a triumphalist political messiah. We are convinced by St. Rose of Lima that, without the cross, there is no finding the road to climb to heaven; we do not question St. Vincent de Paul’s teaching that suffering is the “short cut to holiness” [3].

And the truth is that the poor, among whom the true religion is preserved [4], accept and live out Jesus’ teaching about his identity as Messiah as well as the conditions he sets before would-be disciples. Because of their faith in Jesus crucified and risen, the poor submit to orders and remain patient in the midst of illnesses, afflictions and necessities. They put us to shame, those of us who seek comfort too much and are worried about our basic needs, our possessions and devotions even.

There are not a few of us really who find hard to deny ourselves, take up our cross and follow Jesus. We cop out by only encouraging a needy person and not providing for his bodily needs. Or maybe we quickly throw a coin to a beggar just so we do not have to bother to greet him or say to him the kind of good word recommended by St. Vincent [5], and thus we end up depriving the poor of the image of Jesus, even if we give him “a coin with the emperor’s image” [6].

And it is not easy to let go, for example, of our swollen bureaucracy, of our pompous rites and dresses, as Cardinal Martini noted, of the well-being that weighs us down and prevents us from following Jesus freely and getting close to our neighbor, or of our severe judgments that further alienate the worldly we want to reach out to [7]. May our table be more like the low table in the upper room than the table of the proud who rely on uncertain wealthy and suppose religion to be a means of gain (1 Tim 6:5, 17) and make use of the cross as an ideology of oppression [8].

And may we remember St. John Chrysostom’s saying,” Of what use is it to weigh down Christ’s table with golden cups, when he himself is dying of hunger?

NOTES:

[1] Cf. Sacrosanctum Concilium 7.
[2] Ibid. 33.
[3] Cf. the non-biblical reading in the Office of Readings for August 23, the memorial of St. Rose of Lima, Liturgy of the Hours; see also Teresa María Barbero, D.C., http://somos.vicencianos.org/blog/2011/07/espiritualidad-vicenciana-sufrimiento/ (accessed September 9, 2012).
[4] P. Coste XI, 200-201; XII, 171.
[5] Ibid., XI, 331.
[6] Cf. the non-biblical reading in the Office of Readings for Friday of the Twenty-Second Week in Ordinary Time, Liturgy of the Hours.
[7] Cf. the non-biblical reading in the Office of Readings for September 3, the memorial of St. Gregory the Great, Liturgy of the Hours.
[8] Robert P. Maloney, C.M., He Hears the Cry of the Poor (Hyde Park, NY: New City Press, 1995) 43.


VERSIÓN ESPAÑOLA

24° Domingo de Tiempo Ordinario, Año B-2012

Hay muchos que andan como enemigos de la cruz de Cristo (Fil 3, 18)

Creo que se puede decir que Pedro honra a Jesús con los labios pero su corazón queda lejos del Señor. Él acertadamente confiesa con su boca que Jesús es el Mesías. Pero la reacción del apóstol a la predicción del misterio pascual demuestra que su confesión no está a la altura de la fe deseada por el Maestro para sus seguidores. No necesita el confesor que se le destrabe la lengua. Pero sí, se le han de abrir los oídos que aún no soportan la proclamación de que el auténtico Mesías es el Siervo sufriente anunciado por el profeta Isaías.

A los católicos de hoy ya el día de nuestro bautismo nos dijo Jesús, presente en la persona del ministro: «Effetá». Gran instrucción recibimos además de Cristo, quien sigue anunciando el Evangelio en la sagrada Liturgia. No hay razón, pues, para que haya discordancia entre lo que profesamos con la boca y lo que creemos en el corazón. Tampoco existe motivo para que se nos prohiba hablar del carácter mesiánico de Jesús por miedo de que fácilmente se le tome a él por mesías politico triunfalista. Nos convence santa Rosa de Lima que «fuera de la cruz no hay camino por donde se pueda subir al cielo»; no cuestionamos la enseñanza de san Vicente de Paúl de que el sufrimiento, de acuerdo con la ponencia de María Teresa Barbero, H.C., «es el camino más corto para llegar a la santidad».

Y la verdad es que los pobres, entre los cuales se conserva la verdadera religión (XI, 120, 462), aceptan y llevan a la práctica tanto la instrucción que Jesús da sobre su identidad mesiánica como las condiciones que él plantea ante los aspirantes al discipulado. Por su fe en Cristo crucificado y resucitado, los pobres se someten a las órdenes y mantienen su paciencia en medio de sus enfermedades, aflicciones y necesidades. Ellos nos dan motivo para que nos avergoncemos nosotros que demasiado buscamos la comodidad y nos agobiamos por lo que necesitamos para vivir, por nuestras posesiones y aun nuestras devociones.

No somos pocos realmente nosotros a quienes nos cuesta aún negarnos a nosotros mismos, cargar con nuestra cruz y seguirle a Jesús. Nos contentamos con animarle a un necesitado y rehusamos compremeternos, pues no le damos lo necesario para el cuerpo. O tal vez de prisa le echamos a un mendigo una moneda para ya no tomarnos la molestia de saludarle y decirle alguna buena palabra (IX, 916), de modo que le privamos al pordiosero de la imagen de Cristo, si bien le proveemos de «la imagen del César grabada en una moneda», por servirme de un sermón de san León Magno.

Tampoco nos es fácil despojarnos, por ejemplo, de nuestra burocracia hinchada ni de la pompa de nuestros ritos y nuestras vestimentas, como lo notó el cardenal Martini, ni del bienestar pesado que nos impide a seguir libremente a Jesús y estar más cerca al prójimo ni de la disciplina rigurosa que nos aparta, según san Gregorio Magno, de los más débiles. Ojalá se parezca nuestra mesa más a la mesa baja y sencilla en el cenáculo que a la mesa alta y espléndida de los altaneros que ponen su esperanza en las riquezas inseguras y consideran la religión sólo como un negocio y se sirven de la cruz como ideología de opresión.

Y que nos acordemos del dicho de san Juan Crisóstomo: ¿De qué serviría adornar la mesa de Cristo con vasos de oro, si el mismo Cristo muere de hambre?