Camino verdadero y vivificador

por | Ago 31, 2016 | Formación, Reflexiones, Ross Reyes Dizon | 0 comentarios

Jesús nos guía por el camino del Reino de Dios.

Mucha gente acompaña al que va camino de Jerusalén.  Pero le importa más la calidad que la cantidad.  Por eso, plantea de modo desconcertante sus exigencias.

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En primer lugar, exige Jesús a los que buscamos pertenecer a su gran familia aborrecer a nuestros familiares y a nosotros mismos.  No es que él descarte los lazos familiares y la autoestima.  Si los descartase, no los usaría para resaltar su precedencia sobre todo y todos.  En el grado superlativo se sobreentienden el grado positivo y el grado comparativo.  Y tener ideales familiares aplicables a la gran familia cristiana supone alguna experiencia de tal valor familiar como el amor íntimo, solidario, respetuoso, comprensivo, incondicional, justo, humanizador.

No rompe, pues, Jesús la familia humana.  A lo que va él es esto:  no hemos de anteponer nada ni nadie a él.  Él mismo vive conforme a su enseñanza:  «Sobre todo buscad el Reino de Dios y su justicia».  Por eso, sirve de modelo para nosotros.  Él es el camino que conduce al Reino.

En segundo lugar, nos exhorta Jesús a no hacernos ilusiones referente al discipulado.  Ser discipulo es sufrir el mismo destino que el Maestro que está de camino adonde los sufrimientos y la cruz.

Porque promueve Jesús la justicia, la misericordia y la fidelidad, lo persiguen los poderosos y le condenan a la pena capital.  Perseguirán también al discípulo que haga lo que el Maestro.  El discípulo entrará en conflicto con las autoridades y acabará recibiendo la sentencia capital.

A la pena de muerte se refiere literalmente, pues, la cruz del discípulo.  Los que hoy gozamos, sin embargo, de la libertad religiosa entendemos nuestras cruces más metafóricamente.  Pero, ¿son realmente comparables nuestras cruces «metafóricas» con las cruces «literales» de los cristianos sin libertad religiosa?

Añade Jesús en tercer lugar que tenemos que renunciar todos nuestros bienes.

Por supuesto, tienen valor nuestros bienes.   Los podemos vender para dar limosna, ciertos de que nuestro Padre ha tenido a bien darnos el reino y todo lo demás.  Pero no hay que convertirlos en objeto de culto.  Y, ¡cuidado!, que  la codicia es idólatra; de ella nacen la injusticia, la destrucción de «nuestra casa común», y toda clase de esclavización y deshumanización.

Sí, nos invita Jesús a la renuncia.  Entregando su cuerpo y derramando su sangre, ejemplifica la renuncia total y la disponibilidad absoluta.  Él nos marca el camino de vivir y morir «en el servicio de los pobres … y en una renuncia actual a nosotros mismos … » (SV.ES III:359).  Seguirle es abandonar los pensamientos mezquinos de los mortales y entrar en el Reino eterno.  Andar por otro camino significa no llegar a ninguna parte y no hacer las paces con el que, crucificado en debilidad, se constituye el más fuerte de todos.

Enséñanos, Señor, tu camino para que sigamos tu verdad y vivamos.

4 de septiembre de 2016
23º Domingo de T.O. (C)
Sab 9, 13-18b; Filem 9-10. 12-17; Lc 14, 25-33

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