La incredulidad de Santo Tomás - 1602 Caravaggio

La incredulidad de Santo Tomás – 1602
Caravaggio

Dice el número 2.5.1 de la Regla de la Sociedad que “los Vicentinos buscan imitar a San Vicente en las cinco virtudes esenciales que fomentan el amor y respeto por los pobres”. Y cita concretamente en ese contexto las virtudes de sencillez, humildad, afabilidad, sacrificio y celo. A lo largo del presente año iremos reflexionando sobre cada una de esas virtudes; pero podemos centrarnos hoy en la reflexión sobre el hecho mismo de la virtud.

No es ésta una palabra muy apreciada en nuestra cultura ni muy usada en nuestro vocabulario. Se tiende hoy más a hablar de actitudes o de valores que de virtudes. Y, sin embargo, la idea de “virtud” ha gozado de extraordinaria importancia tanto en nuestra tradición cultural como en nuestra raíz religiosa. Las virtudes vendrían a ser como la cristalización de los buenos sentimientos. Éstos aparecen en nosotros y pueden resultar pasajeros y volubles. Las virtudes los fijan en una mayor permanencia y estabilidad. De ahí que las virtudes definen en buena medida nuestra manera de estar en el mundo y nuestro comportamiento con respecto a los demás. De las virtudes que nos distinguen depende en gran parte la conformación de nuestra personalidad y el resultado de nuestras decisiones. No es lo mismo situarse ante el mundo con responsabilidad que con pasotismo, con humildad o con soberbia, con magnanimidad o con envidia, con sencillez o con apariencia, con mansedumbre o con ira. Por eso nuestra formación humana y nuestro crecimiento espiritual no pueden detenerse en el moldeado de unos sentimientos, sino que han de ahondar en la configuración de unas virtudes que hagan de nosotros unos individuos sanos, nobles, virtuosos, cristianos.

Todas las grandes tradiciones y culturas han consagrado una serie de valores como propios de la condición humana. En buena parte, nosotros hemos recogido la herencia de la “virtus” latina, palabra que no podemos traducir sin más por virtud, sino que tiene resonancias más hondas. “Virtus” es el conjunto de cualidades propias de la condición humana. Es la energía vital, el valor, la valentía, el esfuerzo. Es el mérito, el talento, la fuerza personal.

Pero podemos centrarnos sobre todo en las virtudes que se desprenden de la vida de Jesús en el Evangelio. Él vivió de manera distinta: ni desde la Ley que obsesionaba a los judíos, ni desde el Derecho que distinguía a los romanos, ni desde la Filosofía que entretenía a los griegos. Jesús vivió desde el ser humano, desde el prójimo, desde el otro. Y por eso cultivó unas virtudes que no siempre eran bien consideradas por sus contemporáneos, pero que daban otra densidad a la vida: virtudes como la compasión, la humildad, la sencillez, la ternura, el coraje…

Cierto que Jesús no definió la virtud ni clasificó las virtudes. Eso lo han hecho después otros en la historia de la espiritualidad cristiana. Y nos han hablado de la virtud como de “la disposición constante a hacer el bien” o “el hábito de obrar bien por propio natural”. Y han distinguido las virtudes según su objeto en teologales o morales, según su origen en infusas o adquiridas, según su fin en sobrenaturales y naturales, según su grado en heroicas y comunes. Jesús se limitó, más bien, a proponer una forma de vida nueva en el sermón de la montaña (Mt 5-7) forma de vida caracterizada por la pobreza, la misericordia, la mansedumbre, la limpieza de corazón, la justicia, la paz… Desde entonces, la persona que es engendrada por Dios en el bautismo (Jn 3,5) se compromete a orientar su vida desde esas virtudes; de manera que Cristo apela muchas veces a ese compromiso: para inculcar la renuncia (Mt 16,24-25) la humildad (Mt 18,1-6) la caridad (Jn 13,34) Y lo mismo harán los apóstoles (Ef 4-6)

Cuando san Pablo describe la nueva vida, parece utilizar un conjunto de virtudes morales usado ya por los pensadores paganos y judíos de su tiempo (Gál 5,22: 1 Tim 6,11)  pero no olvida recordar que son fruto del Espíritu Santo. Las acciones buenas del cristiano dependen ciertamente del libre esfuerzo humano, pero más aún del Espíritu. De él viene la virtud, el vigor subjetivo. Él nos lo concede para que podamos dar testimonio de Cristo (Lc 24,29) para mantener la confianza (Rom 15,13) para progresar en la unión con Cristo (Ef 3,16-19) La vida del cristiano está, pues, sostenida por el Espíritu Santo, que nos transforma, nos infunde virtud y nos hace semejantes a Jesús.

Las virtudes, en definitiva, definen nuestro ser cristiano, nuestro estilo vital. Y si es verdad, como decía el francés Montaigne, que “el estilo es el hombre”, las virtudes caracterizan no sólo nuestra espiritualidad sino toda nuestra personalidad. El estilo es lo que nos distingue: no tanto la forma de vestir, de trabajar, o de vivir, sino el espíritu que nos alienta. Éste no se ve, ni se mide, pero nos caracteriza. Por eso no es indiferente el cultivar una u otra virtud. A menudo, y más en época de activismo y de resultados tangibles, pensamos que da igual un talante que otro, un espíritu que otro, un estilo que otro. Y el pensar así es peligroso; porque nos acaba convirtiendo en meros instrumentos, nos acaba desdibujando, desidentificado, desanimando. De ahí que sea tan importante el conocer nuestras virtudes esenciales para poder cultivarlas.

Les decía San Vicente de Paúl a las Hijas de la Caridad que el día en que en ellas no se viviera la sencillez, la humildad y la caridad estarían muertas. Así ocurrirá también con los vicentinos: el día en que no se vean su sencillez, humildad, afabilidad, sacrificio y celo habrán dejado de vivir. Son virtudes que nos hacen vivir, porque son virtudes que nos enraízan en Cristo y que fructifican en el servicio a los pobres. No se trata de virtudes ascéticas, místicas o morales, tendentes a la perfección individual. Se trata de virtudes evangélicas que reclaman adhesión a Dios, seguimiento de Jesucristo y participación en su misión. De vivir con ese estilo propio, según las virtudes vicentinas, depende, por tanto, la calidad de nuestra entrega a Dios y la densidad de nuestro servicio a los pobres.

Padre Santiago Azcarate C.M.
Asesor Religioso Nacional de la SSVP de España
Fuente: ssvp.es

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